Still missing you, Joey…

Era una mañana lluviosa, fría y plomiza como lo son tantas ya tantas mañanas en Tallin. Nada le obligaba a estar allí, él ya era una leyenda forjada vuelta tras vuelta por las carreteras norirlandesas, doctorado en la Isla de Man, donde atesoraba 26 trofeos del Mercurio Alado. La idolatría por él era reconocida a lo largo y ancho de un mundo mucho menos globalizado que hoy en día. Pero ahí estaba él, después de cruzar media Europa solo en su furgoneta, sin más compañía que la inerte presencia de sus motos en la parte trasera. Ya había ganado una carrera el día anterior y otra esa misma mañana; pero allegados suyos atestiguaron que manifestó tener cierto desasosiego que se tornó en fatalidad. A lomos de su 125cc de 2 tiempos, liderando la carrera sobre una pista mojada, se salió de la carretera y tuvo un accidente. La noticia corrió como la pólvora por los márgenes del circuito de Pirita-Kose-Kloostrimetsa: Joey Dunlop había fallecido. Era el 2 de julio del año 2000.

Debían ser las 10 de la mañana cuando abandonamos nuestro apartamento en la zona del puerto de Tallin. Era el 13 de agosto de 2019, pero a pesar de la altura del año, la mañana nublada tenía el mismo aspecto que debió tener hace hoy 20 años. Afortunadamente los vastos aguaceros del día anterior habían cesado, y una fina pero pertinaz lluvia nos daba los buenos días. La carretera mojada hacía que se impusiese una especial precaución por las calles de la capital estonia, plagadas de raíles de tranvía. No teníamos demasiadas ganas de moto con semejante panorama, por lo que improvisamos una etapa y decidimos parar a hacer noche en Parnü. Pero antes de llegar a nuestro destino, había una parada intermedia.

El GPS nos iba guiando, como todo el viaje. Las avenidas de Tallin se transformaron en una apacible carretera que serpenteaba alternando parques y tranquilas urbanizaciones. Curvas fáciles en el escaso tráfico matutino, que hacía más llevadera la conducción sobre un firme en condiciones de baja adherencia a cuenta del agua recién caída, y de repente se empieza a divisar. Al salir de una amplia curva a derecha, se inicia inmediatamente otra a izquierda, de idéntico holgado radio hacia el lado izquierdo. Y antes de su vértice se ven 2 árboles y una mole de piedra. Paramos. Una ves que superas la emoción del momento que te embarga, lo primero que se pasa por la cabeza es que por qué ahí. Es un tramo sin dificultad técnica, no entraña gran misterio. Salvo que esa gente pilota al límite, incluso en aquellas precarias situaciones.

Pasada esa sensación inicial, parece que algo flota en el ambiente, algo que sobrecoge. Probablemente sea algo ajeno a quien no conozca la historia del lugar, pero a nosotros nos domina el silencio y una calma serena, como si entre aquellos dos árboles, e lugar de los tributos de numerosos locos de las 2 ruedas como nosotros, se alzase la figura de Joey, sonriente y con los brazos cruzados, como diciéndonos “así tenía que ser, y asi fue; yo ya tengo mi lugar en el mundo, ahora buscad el vuestro”.

Observamos el lugar, ante los ojos impasibles de los conductores locales que pasan por la calzada, al otro lado del talud que probablemente impulsó el cuerpo de Joey contra los árboles con fatídica consecuencia. Las sensaciones se van sucediendo, pero la que perdura es la de la pasión. La pasión absoluta e irremediable por una forma de vida a lomos de engendros mecánicos indomables, más allá de los focos y de los medios, o al menos de una forma intencionada. Porque dicen en las islas que el funeral de Joey fue de los más multitudinarios de aquellos latitudes, únicamente eclipsado por el de la princesa Diana de Gales. Hace 20 años ya de aquello, pero seguimos echando de menos al Rey de la Montaña.

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